FRAGMENTOS
Texto 6
A)
Y ahora, ¿quién deshojará la rosa sobre mí, quién me llorará y, lo que más cuenta, quién alzará la mano despidiéndome y señalando a mi alma el camino a seguir, deshaciendo ese nudo que une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la vida? Así lo hice primero con los míos. Y después, cuando venían a buscar en mi mano el poder de cumplir tales acciones que me fueran haciendo poco a poco sentir y saber que el amor ha de hacerse ley, que las leyes verdaderas son momentos del amor. Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor que me asegure ser ayudada al momento de arrancarme de esta tierra de la que más que hija he sido, por lo visto, huésped. Un huésped que se ha detenido demasiado. No me había dado cuenta de que nadie ya me retenía, de que se habían acabado desde hacía tiempo las sonrisas del anfitrión, de que el anfitrión había desaparecido y de que yo misma no acudía ya a la mesa a falta de alguien con quien compartir mi comida.
Me habían llevado a creer que necesitaban oírme, que les fuera trasvasando ese saber que, como agua, se escapa imperceptible de toda mi persona, según decían; no es una mujer, es una fuente. Y yo…
Y ahora recuerdo, la memoria se me va convirtiendo en ley, que yo misma me fui volviendo cada vez más hacia la fuente original de donde mi saber provenía, de donde lo había recibido cayendo gota a gota. Quizás durante tiempos y tiempos estuve casi seca. Y alguien colocó piadosamente una piedra blanca de esas que yo amaba desde siempre, para que la herida en la tierra que es todo manantial que ya no mana, no fuese visible. Y aquel día fui muerta y sepultada, mientras yo, sin apercibirme, atendía inmóvil al rumor lejano de la fuente invisible. Recogida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol marino; un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían de ser las palabras de la verdad.
Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba Sin recinto sonoro me adentré en el silencio, soy su prisionera, y aunque hubiese aprendido a escribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz, de la palabra que llega en un instante y se va a visitar quizás otros nidos de silencio. Había dado por sabido que el escribir es cosa de unos pocos hombres, a no ser que haya una escritura de oído a oído. El hablar en cambio me era natural y, como todas las cosas que se hacen según la naturaleza, tenía sus eclipses, sus interrupciones. La palabra misma es discontinua, pero sólo se hace sensible cuando hay que formarla y entonces ya no es una cosa de la naturaleza, sino eso que unos pocos hombres se esfuerzan en hacer y que llaman pensar.
Pero yo nunca he pensado, hay que decidirse a ello. Y ahora me doy cuenta de que todos mis movimientos han sido naturales, atraídos invisiblemente como las mareas que tanto conozco, por un sol invisible, por una luna apenas señalada, blanca, la luna que nace blanca sobre un cielo azulado continuación del mar; la luna navegante y sola reina destituida, reina más que Diosa de un mundo que fue y se perdió. Reina convertida en Diosa de los muertos, de los condenados al silencio y de los fríos. Socorredora de los sin patria.
B)
La música no tiene dueño. Pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarme.
Y me quedé al borde del alba. Él, el amado sin nombre, me condujo hasta ella, hasta el borde mismo del alba. Y allí quedé temblando de frío. Un olor de violetas me envolvía; me acompañaba siempre y era huella impalpable de su paso. Se desvanecía por mucho tiempo, pero volvía y hasta alguien lo percibió una vez y vino hacia mi, se me acerco cuando ya nadie me venía a buscar. Era como Si me hubiese reconocido. Pero él era para mí perfectamente opaco. Ya no importaba tampoco esto. Era un hombre color de tierra y me dio confianza. Había hecho una guerra y quería lavarse ahí en la fuente. Lo dejé solo mucho tiempo y después hablamos hasta el amanecer. No recuerdo lo que le dije. Y me dejó inquieta y bebía este hombre tan ávido, sediento en todos sus poros; bebía mis palabras, y parecía llevárselas consigo, pues tampoco él sabía escribir.
Ya no hablé más, creo. Después llegó aquel niño que un día se fue cuando dejaba de ser rubio. Y después ya solo la cabra inocente como una constelación no descubierta, amiga.
Asistida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdidiza, al fin volvió por mí. Y entonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan solo de paso, lejana de mí misma. Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa mi antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla, me iba iniciando a través del dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él… Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía.
Llegué entonces a respirar en el tiempo; respiraba el tiempo hasta entrarme en su corazón. Insensiblemente, me entraba en su corazón el dentro de la materia. La materia… el polvo lo había sentido siempre como el poso del tiempo; tiempo que se ha quedado detenido para hacerse sensible. Pero en ella, en la más dura materia había sentido el latido oculto del tiempo. El tiempo que desciende, se extiende y acalla sin desaparecer nunca de todo lo que vemos. El tiempo solamente amansado en la piedra, dormido en el mármol. Todo respira.
No hay cuerpo, no hay materia alguna enteramente desprendida del tiempo. Y todo cuanto se destruye va a dar a su corazón.
Porque sólo la materia lo es porque no tiene un corazón suyo, propio. Y la vida se abre allí donde algo comienza a latir desde sí mismo, a respirar en su propio tiempo, allí donde se dibuja un hueco, una caverna temporal creada por un pequeño corazón, un centro. Pero hay un pulso en todo; la noche lo descubre.
C)
Miraba el mar tardes enteras hasta que me di cuenta, por haberlo entrevisto confusamente, que alguien aguardaba y llamaba calladamente. Alguien que habría de venir, un hombre quizás, desde los abismos de las aguas. Siempre me entendí bien con los pescadores y con los que habían surcado el mar tantas veces que era ya su patria, y hasta se les había olvidado apoyar los pies sobre la tierra. Alguien habría de venir sobre las aguas, y cuando la claridad de la primera alba se fundía con el mar dejando oscura la tierra, salía de mis sueños violentamente creyendo que podía venir en ese silencio en que la tierra se retira, se borra. Antes de la luz de la aurora. Antes de la aurora me despertaba. Con el rosa de la aurora resucita la tierra, el mundo de la sangre, del fuego, de la sequedad del deseo y de las cosas opacas. Aparecía ya la sangre en esa luz ni siquiera blanca, unas gotas de sangre celeste diluidas en la aurora y comenzaba el día y la historia, el hombre de la tierra hijo de esa herida celeste. Mientras que el que me despertaba llegaría caído de la luz, nacido de la luz en las profundidades de las aguas. Tan sólo un instante haría vibrar el aire. Un pájaro, extendidas las alas inmensas, por un instante se detuvo suspendido, un ave desconocida y que volví a ver. Pero yo salía de mi sueño por el rumor de sus alas, antes del día y de su luz.
Y al fin lo vi venir desde el horizonte, caminando sobre las aguas, sobre el mar encrespado que se amansaba en círculos alrededor. Mis rodillas se hundían en la arena hincadas como raíces mientras mis brazos desfallecían. Iba a su encuentro sin poder desprenderme. En ese instante me supe encadenada. No puedo decir que se marchara ni que se desvaneciera ni que se hundió. Estaba en otro tiempo y aquel círculo en el mar pareció la impronta de un futuro inaccesible que nunca sería para mí presente tal como en algunos sueños aparece la claridad única, negada y ofrecida. Y a la par, me levantaba esa aurora que en sueños sólo me visita.
Y de este modo yo viví más allá, en el fondo secreto y más allá de la puerta donde acaban todas las galerías por donde desciendo con mi lámpara que, cuando me vengo a dar cuenta, la he perdido y me he perdido yo, y una claridad que hiere sale sin que yo sepa su punto visible de nacimiento. Luz de un amanecer que sólo cuando he perdido toda la luz aparece. Y hay rocas de cristal en la noche, montañas, ríos escondidos y aire espeso como de cámara nupcial, cuando un niño nace esperado y desconocido dentro y más allá de ella. Allí, no, no sé dónde.
Un día, una tarde, tras de muchos días sin sol, lo sentí más que vi en la playa. Como una herida ancha, reluciente al sol en medio de su agua blanca, con más vida que la del mar. Un agua que salía del fondo de los mares. Y cuando llegué a donde creí que estaría no estaba ya y sólo encontré una huella, una impronta en forma de pez. Era un pez dibujado que se quedó allí mucho tiempo, pues el agua que en la marea lo cubría, lo dejaba con más vida. Era mi secreto, que nunca a nadie revelé y distraía a los visitantes para que no fueran por aquella parte de la orilla. Luego, un día de eclipse solar, un viento fuerte arremolinó la arena y la alzó hacia el cielo negro. Y donde estaba el pez quedaron tan sólo unas rayas, quizás una palabra, que luego también se embebió en el agua, dejando una oquedad cambiante, como si fuese creada por un invisible animal.
Y así me he ido quedando a la orilla. Abandonada de la palabra, llorando interminablemente como si del mar subiera el llanto, sin más signo de vida que el latir del corazón y el palpitar del tiempo en mis sienes, en la indestructible noche de la vida. Noche yo misma.