María Zambrano. DIOTIMA DE MANTINEA

María Zambrano

FRAGMENTOS

Texto 6

A)

Y ahora, ¿quién deshojará la rosa sobre mí, quién me llorará y, lo que más cuenta, quién alzará la mano despidiéndome y señalando a mi alma el camino a seguir, deshaciendo ese nudo que une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la vida? Así lo hice primero con los míos. Y después, cuando venían a buscar en mi mano el poder de cumplir tales acciones que me fueran haciendo poco a poco sentir y saber que el amor ha de hacerse ley, que las leyes verdaderas son momentos del amor. Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor que me asegure ser ayudada al momento de arrancarme de esta tierra de la que más que hija he sido, por lo visto, huésped. Un huésped que se ha detenido demasiado. No me había dado cuenta de que nadie ya me retenía, de que se habían acabado desde hacía tiempo las sonrisas del anfitrión, de que el anfitrión había desaparecido y de que yo misma no acudía ya a la mesa a falta de alguien con quien compartir mi comida.

Me habían llevado a creer que necesitaban oírme, que les fuera trasvasando ese saber que, como agua, se escapa imperceptible de toda mi persona, según decían; no es una mujer, es una fuente. Y yo…

Y ahora recuerdo, la memoria se me va convirtiendo en ley, que yo misma me fui volviendo cada vez más ha­cia la fuente original de donde mi saber provenía, de don­de lo había recibido cayendo gota a gota. Quizás durante tiempos y tiempos estuve casi seca. Y alguien colocó pia­dosamente una piedra blanca de esas que yo amaba des­de siempre, para que la herida en la tierra que es todo ma­nantial que ya no mana, no fuese visible. Y aquel día fui muerta y sepultada, mientras yo, sin apercibirme, aten­día inmóvil al rumor lejano de la fuente invisible. Reco­gida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol mari­no; un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían de ser las palabras de la verdad.

Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba Sin recinto sonoro me adentré en el silen­cio, soy su prisionera, y aunque hubiese aprendido a es­cribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz, de la palabra que llega en un instante y se va a visitar qui­zás otros nidos de silencio. Había dado por sabido que el escribir es cosa de unos pocos hombres, a no ser que haya una escritura de oído a oído. El hablar en cambio me era natural y, como todas las cosas que se hacen se­gún la naturaleza, tenía sus eclipses, sus interrupciones. La palabra misma es discontinua, pero sólo se hace sen­sible cuando hay que formarla y entonces ya no es una cosa de la naturaleza, sino eso que unos pocos hombres se esfuerzan en hacer y que llaman pensar.

Pero yo nunca he pensado, hay que decidirse a ello. Y ahora me doy cuenta de que todos mis movimientos han sido naturales, atraídos invisiblemente como las mareas que tanto conozco, por un sol invisible, por una luna ape­nas señalada, blanca, la luna que nace blanca sobre un cie­lo azulado continuación del mar; la luna navegante y sola reina destituida, reina más que Diosa de un mundo que fue y se perdió. Reina convertida en Diosa de los muertos, de los condenados al silencio y de los fríos. Socorre­dora de los sin patria.

B)

La música no tiene dueño. Pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, des­pués iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una he­rida. Se abre la música sólo en algunos lugares inespera­damente, cuando errante el alma sola, se siente desfalle­cer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie apa­recía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrar­me.

Y me quedé al borde del alba. Él, el amado sin nom­bre, me condujo hasta ella, hasta el borde mismo del alba. Y allí quedé temblando de frío. Un olor de violetas me envolvía; me acompañaba siempre y era huella impalpa­ble de su paso. Se desvanecía por mucho tiempo, pero volvía y hasta alguien lo percibió una vez y vino hacia mi, se me acerco cuando ya nadie me venía a buscar. Era como Si me hubiese reconocido. Pero él era para mí per­fectamente opaco. Ya no importaba tampoco esto. Era un hombre color de tierra y me dio confianza. Había he­cho una guerra y quería lavarse ahí en la fuente. Lo dejé solo mucho tiempo y después hablamos hasta el amanecer. No recuerdo lo que le dije. Y me dejó inquieta y be­bía este hombre tan ávido, sediento en todos sus poros; bebía mis palabras, y parecía llevárselas consigo, pues tampoco él sabía escribir.

Ya no hablé más, creo. Después llegó aquel niño que un día se fue cuando dejaba de ser rubio. Y después ya solo la cabra inocente como una constelación no descu­bierta, amiga.

Asistida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdi­diza, al fin volvió por mí. Y entonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan solo de paso, lejana de mí misma. Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa mi antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla, me iba iniciando a través del dolor del aban­dono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sa­biendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me desper­taba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él… Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía.

Llegué entonces a respirar en el tiempo; respiraba el tiempo hasta entrarme en su corazón. Insensiblemente, me entraba en su corazón el dentro de la materia. La ma­teria… el polvo lo había sentido siempre como el poso del tiempo; tiempo que se ha quedado detenido para ha­cerse sensible. Pero en ella, en la más dura materia había sentido el latido oculto del tiempo. El tiempo que des­ciende, se extiende y acalla sin desaparecer nunca de todo lo que vemos. El tiempo solamente amansado en la pie­dra, dormido en el mármol. Todo respira.

No hay cuerpo, no hay materia alguna enteramente desprendida del tiempo. Y todo cuanto se destruye va a dar a su corazón.

Porque sólo la materia lo es porque no tiene un cora­zón suyo, propio. Y la vida se abre allí donde algo comienza a latir desde sí mismo, a respirar en su propio tiempo, allí donde se dibuja un hueco, una caverna tem­poral creada por un pequeño corazón, un centro. Pero hay un pulso en todo; la noche lo descubre.

C)

Miraba el mar tardes enteras hasta que me di cuenta, por haberlo entrevisto confusamente, que alguien aguar­daba y llamaba calladamente. Alguien que habría de ve­nir, un hombre quizás, desde los abismos de las aguas. Siempre me entendí bien con los pescadores y con los que habían surcado el mar tantas veces que era ya su pa­tria, y hasta se les había olvidado apoyar los pies sobre la tierra. Alguien habría de venir sobre las aguas, y cuan­do la claridad de la primera alba se fundía con el mar de­jando oscura la tierra, salía de mis sueños violentamente creyendo que podía venir en ese silencio en que la tierra se retira, se borra. Antes de la luz de la aurora. Antes de la aurora me despertaba. Con el rosa de la aurora resu­cita la tierra, el mundo de la sangre, del fuego, de la se­quedad del deseo y de las cosas opacas. Aparecía ya la sangre en esa luz ni siquiera blanca, unas gotas de sangre celeste diluidas en la aurora y comenzaba el día y la his­toria, el hombre de la tierra hijo de esa herida celeste. Mientras que el que me despertaba llegaría caído de la luz, nacido de la luz en las profundidades de las aguas. Tan sólo un instante haría vibrar el aire. Un pájaro, ex­tendidas las alas inmensas, por un instante se detuvo sus­pendido, un ave desconocida y que volví a ver. Pero yo salía de mi sueño por el rumor de sus alas, antes del día y de su luz.

Y al fin lo vi venir desde el horizonte, caminando so­bre las aguas, sobre el mar encrespado que se amansaba en círculos alrededor. Mis rodillas se hundían en la arena hincadas como raíces mientras mis brazos desfallecían. Iba a su encuentro sin poder desprenderme. En ese ins­tante me supe encadenada. No puedo decir que se mar­chara ni que se desvaneciera ni que se hundió. Estaba en otro tiempo y aquel círculo en el mar pareció la impron­ta de un futuro inaccesible que nunca sería para mí pre­sente tal como en algunos sueños aparece la claridad úni­ca, negada y ofrecida. Y a la par, me levantaba esa aurora que en sueños sólo me visita.

Y de este modo yo viví más allá, en el fondo secreto y más allá de la puerta donde acaban todas las galerías por donde desciendo con mi lámpara que, cuando me vengo a dar cuenta, la he perdido y me he perdido yo, y una claridad que hiere sale sin que yo sepa su punto vi­sible de nacimiento. Luz de un amanecer que sólo cuan­do he perdido toda la luz aparece. Y hay rocas de cristal en la noche, montañas, ríos escondidos y aire espeso como de cámara nupcial, cuando un niño nace esperado y desconocido dentro y más allá de ella. Allí, no, no sé dónde.

Un día, una tarde, tras de muchos días sin sol, lo sentí más que vi en la playa. Como una herida ancha, relucien­te al sol en medio de su agua blanca, con más vida que la del mar. Un agua que salía del fondo de los mares. Y cuando llegué a donde creí que estaría no estaba ya y sólo encontré una huella, una impronta en forma de pez. Era un pez dibujado que se quedó allí mucho tiempo, pues el agua que en la marea lo cubría, lo dejaba con más vida. Era mi secreto, que nunca a nadie revelé y distraía a los visitantes para que no fueran por aquella parte de la ori­lla. Luego, un día de eclipse solar, un viento fuerte arre­molinó la arena y la alzó hacia el cielo negro. Y donde estaba el pez quedaron tan sólo unas rayas, quizás una pa­labra, que luego también se embebió en el agua, dejando una oquedad cambiante, como si fuese creada por un in­visible animal.

Y así me he ido quedando a la orilla. Abandonada de la palabra, llorando interminablemente como si del mar subiera el llanto, sin más signo de vida que el latir del co­razón y el palpitar del tiempo en mis sienes, en la indes­tructible noche de la vida. Noche yo misma.

la racionalidad científica

la racionalidad científica

Introducción

El tema elegido para este trabajo es el de la racionalidad científica en el marco del pensamiento de Thomas S. Kuhn. El motivo de la elección es, fundamentalmente, mi interés personal por el asunto de la racionalidad humana en general, aunque pienso que es bien claro que, además, se trata de una cuestión central tanto en la filosofía de la ciencia en general, como concretamente en el pensamiento de Kuhn.

Mi punto de partida es la consideración de que el análisis de la racionalidad científica no puede realizarse si no es situándolo en el ámbito de la racionalidad humana en general. Por ello, la propuesta de Kuhn de ampliar el estudio del desarrollo de la ciencia más allá de lo meramente formal y objetivo, alcanzando los aspectos subjetivos, sean individuales o sociales, me parece no sólo procedente, sino incluso obligado.

Cuando se analiza el comportamiento, a lo largo de la historia, de las diferentes comunidades científicas, salen a la luz una serie de cuestiones que afectan a la base misma del quehacer científico: los problemas referentes al método, a la construcción de las teorías, al progreso de la ciencia, a los objetivos que tiene o debe tener, a la posibilidad de alcanzarlos, etc., cuestiones todas que son vistas desde múltiples perspectivas, a menudo enfrentadas.

Los modelos denominados clásicamente “racionales”, consideran que la ciencia tiene una finalidad concreta, producir teorías, y que estas teorías significan, en general, un acercamiento cada vez mayor a la realidad existente. Consideran también que existe un conjunto de principios que permiten comparar teorías rivales sobre un marco determinado, es decir, una serie de criterios objetivos para la evaluación de las teorías. Los parámetros que permiten esa comparación serían solamente aquellos que son internos a la ciencia. Otro aspecto añadido es la consideración de la filosofía de la ciencia como algo normativo: debería indicar qué deben hacer los científicos para considerarse tales. Esto implica también que debe existir un método científico que guíe las investigaciones.

Los modelos denominados “no-racionales” consideran, por su parte, que los factores externos forman parte de la ciencia tanto como los internos. Sus defensores piensan que las diferentes teorías no son comparables, que son inconmensurables. Los conceptos de unas y otras teorías tendrían unos significados tan diferentes que hacen inútil su comparación. Kuhn llega a decir que es como si los defensores de teorías diferentes viviesen en mundos distintos. Otros, como Feyerabend, recalcan que incluso los mismos hechos son dependientes de las teorías. Respecto al método científico, tanto Kuhn como Feyerabend rechazan la existencia de un único método científico. El primero, por considerar que los métodos son dependientes de los paradigmas respectivos; el segundo, porque considera que la única manera de progresar en la ciencia es precisamente alejándose de los métodos y proponiendo teorías inconsistentes con los conocimientos actuales.

A la vista de esta dicotomía, debemos preguntarnos si la noción de racionalidad que subyace a la misma, resulta adecuada para el análisis del desarrollo de la ciencia. La idea tradicional de lo que es la ciencia apunta hacia una noción de racionalidad basada en la lógica y la argumentación estrictamente formal, pero parece una noción claramente limitada y que debe ser ampliada adecuadamente para acoger en su ámbito la mayor parte de los elementos involucrados en el desarrollo científico sin que pueda afirmarse que no es racional.

En ese sentido, pienso que Kuhn aporta una visión alternativa sobre lo que es o no racional en el quehacer científico, al postular que la elección entre paradigmas no se basa únicamente en la lógica y en la experimentación, sino que la argumentación y la persuasión también deben ser consideradas como parte del proceso. Considero que las propuestas de Kuhn pueden calificarse como racionales, pero con un concepto de racionalidad ampliado, que incluye aspectos referentes a procesos de pensamiento no formalizables, como son las intuiciones, las creencias, las emociones o las experiencias personales.

Vamos ahora a ir analizando cómo se enlazan estas cuestiones con distintos aspectos de los procesos de pensamiento de los seres humanos.

Racionalidad y Cambio Conceptual.

En primer lugar, vamos a tratar el problema del cambio conceptual, cuestión que considero básica en el problema de la racionalidad científica.

Toulmin, en su obra La comprensión humana, enfrenta dos concepciones sobre la racionalidad humana: la absolutista, que encarna en Frege, y la relativista, que encarna en Colingwood. La primera concepción considera que existen unos principios fijos y universales de racionalidad; la segunda, considera que  la noción de racionalidad no tiene más que una aplicación local y temporal. Para Frege, la verdad es una y existe un núcleo interno de racionalidad por el que todos los seres humanos están unidos. Por ello, los patrones de juicio racional deben ser igualmente aplicables en todos los contextos históricos y culturales. Para Colingwood, no existe un punto de vista imparcial para el juicio racional. Sin embargo, como indica Toulmin, “ambos coinciden en suponer que nuestros conceptos y proposiciones están vinculados de modos lógicamente sistemáticos”[1], e igualan lo racional a lo lógico. El problema radica precisamente en esa identificación de racionalidad con logicidad.

Toulmin considera que es necesario abandonar estos análisis estáticos para intentar comprender la dinámica histórica del cambio conceptual y así discernir la naturaleza de la racionalidad[2]. Su reflexión se centra en la posibilidad de encontrar alternativas a la racionalidad formal, y propone que, a través del análisis del cambio conceptual, es decir, observando, dentro de las empresas racionales, cómo se introducen nuevos conceptos, cómo se desarrollan históricamente y cómo prueban su valor, podemos acariciar la esperanza de identificar la “racionalidad”.

Respecto a las tesis de Kuhn, Toulmin las considera “relativistas”, en la misma línea que Collingwood. La inconmensurabilidad de los paradigmas implicaría que las revoluciones científicas no pueden juzgarse racionalmente. Para Toulmin, dos paradigmas rivales no equivalen a visiones alternativas del mundo, y las revoluciones científicas se producen a través de discusiones sobre argumentos teóricos, y no ignorándolos. En mi opinión, Toulmin se encuentra entre los que no captan adecuadamente las propuestas de Kuhn. Las diferentes visiones del mundo existentes entre científicos que defienden paradigmas diferentes no implican falta de argumentación, sino dificultades de comprensión, que no resultan fácilmente superables. No es que no puedan discutirse y juzgarse racionalmente las bondades de las diferentes teorías, sino que debe considerarse la existencia de problemas de interpretación entre conceptos pertenecientes a teorías diferentes, así como el hecho de que existen múltiples factores que forman parte esas visiones del mundo.

Sí que resulta más interesante la sugerencia de Toulmin en el sentido de que, más que una explicación revolucionaria del cambio intelectual, “es necesaria una explicación evolutiva que muestre cómo se transforman progresivamente las “poblaciones conceptuales””[3]. Toulmin aboga por considerar el proceso histórico del cambio conceptual en términos de un modelo de población, en el que, en el proceso de variación conceptual hallamos factores intrínsecos (intelectuales) y extrínsecos (sociales) que influyen en su desarrollo.

En su examen de las argumentaciones científicas, indica que debe sustituirse el análisis en términos de argumentos formales por el análisis histórico. Todos nuestros juicios son resultado de una experiencia acumulada, tanto a nivel personal como colectivo, y no pueden generalizarse de forma única y permanente. Estas sugerencias no parecen nada alejadas de las tesis de Kuhn, y, de hecho, Toulmin reconoce la intención de Kuhn de extender la noción de racionalidad más allá del ámbito de la lógica formal. Lo que le critica es su consideración del cambio conceptual como una anomalía a explicar, aspecto que el propio Toulmin intenta superar. Sin embargo, sobre esto, yo diría que, más que una anomalía, Kuhn lo considera un hecho a explicar, pero un hecho que incluye un aspecto esencial para entender el desarrollo de la ciencia: las propias concepciones condicionan la comprensión de las novedades en la ciencia, es decir, nuestros conceptos actuales son condición de nuestras interpretaciones de esas novedades.

Toulmin se pregunta finalmente cómo reconciliar la necesidad de un punto de vista imparcial del juicio racional con los hechos de la diversidad conceptual y la variedad de normas racionales. Su respuesta hace referencia a un “enfoque ecológico”: las cuestiones de juicio racional colectivo deben ser consideradas en términos ecológicos, y no en términos formales. Este enfoque permitiría, a su juicio, la comparación racional prescindiendo de criterios de demarcación externos y de normas a priori. El enfoque toma en cuenta la experiencia anterior acumulada por los seres humanos en todas las sociedades y períodos históricos, para alcanzar un punto de vista imparcial y en continua revisión. Toulmin no desarrolla mucho la idea, pero me parece que no sería del desagrado de Kuhn, ya que llama la atención sobre la necesidad de incorporar los factores externos a la ciencia, incluyendo los históricos y sociales. También esta idea puede enlazar con otra que veremos posteriormente: la noción de racionalidad acotada.